Charles Byrne era tan alto que encendía su pipa en las lámparas de la calle. Sus 2,28 metros de estatura hacían de él, en el siglo XVIII, una criatura extraña que despertaba la atención de curiosos transeúntes dispuestos a disfrutar de su desorbitante altura como una atracción de circo. El gigante irlandés, como se le conocía popularmente, se ganó el día a día exhibiéndose como una rareza. En vida nunca le importó hacer negocio con su condición de “hombre interminable”, pero al morir su deseo era precisamente el contrario. No quería estar expuesto y pidió a unos amigos que hundieran su cuerpo en el mar.
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